Así es Carlos Bravo, mi Padre…

Una vela alumbra mi madrugada mientras paladeo mi tinto favorito de la bodega Luigui Bosca, de la Familia Arizu, y mi oído se embelesa con Tchaikovsky…
El aroma del incienso evoca aquellas tardes de domingo, cuando la casa se impregnaba del tabaco de la pipa de Papá y la familia completa guardábamos silencio para disfrutar la armonía de su voz y guitarra latinoamericana que, en un cassette, quedaba registrada gracias a aquella grabadora de aproximados 50 centímetros cuadrados.
Viajo a aquellos días de mi niñez y una sonrisa se dibuja en mi rostro justo cuando comienza a sonar March pues, sin importar si estábamos en una tienda, la sinfónica o el auto, cuando escuchábamos ese momento invariablemente Papá tomaba mi mano, se inclinaba a mi oído y preguntaba: ¿reconoces esa pieza? Confieso que en más de 10 veces no supe distinguirla, sin embargo conocía la respuesta correcta para ese cuestionamiento: ¡El Cascanueces! afirmaba con mi tono pueril, al tiempo que el orgullo le invadía el rostro.
La intensidad frutal y textura sedosa de La Linda invaden mi copa y paladar. Comienzo a beber recuerdos que me obligan a hacer una pausa para retomar la escritura, esa proveniente del corazón que no sé desde hace cuánto tiempo no dejo fluir; esas letras por las que mi Padre me inyectó la pasión y que, con su ejemplo, me enseñó a plasmar.
Desde que tengo memoria Él ha propiciado en casa momentos sumamente significativos, envueltos de ritual y protocolos que, al menos para mí, resultan mágicos: la noche de Navidad en la que me regala el cuento que ha escrito especialmente para la ocasión; las tardes de música; las noches en que se sentaba a escribir su colaboración para el periódico, misma que, al día siguiente nos compartía durante la comida antes de enviarla al editor; la hermosa rutina diaria de platicar, durante el aperitivo y la botana, lo que habíamos aprendido en la escuela, decir alguna poesía o interpretar una pieza musical antes de sentarnos juntos a la mesa y, tras el postre con café, dormir la siesta; el deleite –que le aprendí- de cocinar siempre de buen humor, con música y un alipús al lado, imaginando el sabor de lo que se prepara mientras se vierten en cada olla el alma y corazón.
Me enseñó lo sibarita y arrabalera; a amar los libros, la pesca y la investigación; a mirar de frente, no arrepentirme de nada; respetar del mismo modo a los adinerados que a quienes menos tienen, mas no así a los pobres de mente o espíritu y, mucho menos, endiosar a nadie… que si puedo ayudar lo haga; a reírme de la vida y de mí misma, amar la aventura y propiciarla; a sostener la más refinada conversación como la más escatológica, pero distinguir cuándo y con quién mantener cada una de éstas; me enseñó desde muy niña lo mucho que cuesta ganarse el dinero, pero que éste no es ni por poco lo que realmente importa en la vida; a maravillarme con la luna, las estrellas y la inmensidad del mar; a disfrutar dormir en una cama de cinco estrellas, en un sleeping bag sobre el pasto, o directo sobre la arena.
Puso en mi pecho un metrónomo guevarista que marca el ritmo de mis pasos, y sembró en mi mente que el prototipo de carretera es con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Hizo de mí una dama capaz de usar el doble sentido, la sierra, comprender de mecánica automotriz y reparaciones domésticas; me heredó la creatividad y desarrolló mi imaginación; ha sido el mejor de mis parejas de baile. Jamás me prohibió tener novio, beber o fumar, pero si quería hacerlo debía ser en abierto, nunca a escondidas, y creo que esa fue su estrategia para que no me picara la curiosidad por ello; me ha enseñado con su ejemplo la importancia de respetar el nido familiar; me inculcó la Ley del escultismo, el amor por la poesía, las ganas de soñar y compartió conmigo las estrategias para hacer realidad los sueños; me demostró que puedo equivocarme un millón de veces, pero jamás debo darme por vencida; nunca agachar la mirada ni permitir que me humillen. Me enseñó a desvelarme; a defenderme, pero no dañar a nadie a propósito y, desde luego, me inculcó el gran valor de la amistad…
Así es Carlos Bravo, mi Padre… y soy gracias a él y a sus millones de enseñanzas, entre las que destacan que no hace falta una fecha especial para decir TE AMO, dar una sorpresa, encender las velas, prender un incienso, sonar la guitarra o abrir un tinto y sentir la vida en cada poro…
El aroma del incienso evoca aquellas tardes de domingo, cuando la casa se impregnaba del tabaco de la pipa de Papá, y el ambiente entero me envuelve en un viaje de letras para honrarle en vida y registrar en mente y corazón la armonía de su voz que cada día continúa enseñándome.
La Linda terminó de decantarse, Yo Yo Ma interpreta Wiegenlied de Brahams, lo que impera, por hoy, teclear el punto final.