Bruma

La neblina me hizo viajar al pasado. A esas tardes, como esta, en las que la lluvia y la neblina hacían obligado el tarro de café y un pan, en aquella cocina hecha de madera donde Lupe hacía tortillas de mano en el bracero de leña donde pasé los mejores años de mi infancia. Caminaba desde Los Carriles hasta mi hermosa escuela Juan de la Luz Enríquez a tomar mis clases. Trayecto que se hacía eterno porque contemplaba cada casa, cada balcón y cada niño que pasaba. Cruzaba el parque y veía las palomas de un lado a otro felices por el nuevo día. Salía temprano de aquel patio de vecindad que está frente a la Caja de Agua donde vivíamos Juanita, Sandra, Miguel y yo. Sí, los cuatro en un pequeño espacio que era recámara, sala y comedor al mismo tiempo. En días como estos, nos abrigábamos con lo que podíamos pero aun así el frío calaba hasta los huesos. Salíamos de clases y hacíamos escala en la casa de El Veloz, don Roberto Báez, por el rumbo del panteón, allí precisamente donde Lupe preparaba esas tortillas a mano que jamás olvidaré. Terminábamos la tarea. Descansábamos un rato. Y de regreso a caminar hasta la Caja de Agua.

Así era todos los días. Un ir y venir de sueños, de esperanzas y de paz. Juanita, mi abuela, nos crió a los tres. Nos quería como si fuéramos sus hijos pero he de reconocer que yo era el consentido. Recuerdo bien su reboso color café impregnado de olor a tabaco. Y su sonrisa alegre con la que nos despertaba cada amanecer. He vuelto a mi infancia. A contemplar cómo la neblina desaparecía como por arte de magia el maravilloso Cerro de las Culebras hasta perderse entre la bruma, en mi bello Coatepec. Imaginaba que era un barco perdido en medio de la mar pues las luces de Cristo Rey se veían a lo lejos como pequeños faros de una embarcación. No me canso ni me cansaré de ver ese cerro que da nombre a mi preciosa ciudad en medio de la bruma. Al mirarlo, no puedo dejar de recordar el patio de vecindad, los amigos de la infancia y los papalotes que volábamos con Miguel en medio de la calle.

Bruma que me lleva a recordar a mis maestras Vicky y Aida, de mi escuela Enríquez, a quienes debo en mucho todo lo que soy. Profesoras de excelencia que tenían una paciencia enorme para enseñar a sus alumnos. A recordar también mi secundaria Ignacio de la Llave. El río de los pintores. Mis clases de guitarra en la Casa de Cultura. Las tardes contemplando el cielo desde la ventana de la casa de El Veloz soñando con crecer y tener un carro para llevarlos de paseo. Bruma que nubla mi vista y las lágrimas empiezan a brotar. Han pasado muchos años. Más de los que hubiera imaginado. Muchos de los planes se quedaron sólo en eso. El destino no siempre resulta como uno lo plantea. Recuerdos que llegan uno a uno como cuando Gaby era apenas una niña y acompañaba a mi madre a dejarme a CAXA todos los fines de semana para ir a Veracruz a estudiar en la universidad.

Sólo es cuestión de hurgar en la memoria para recordar la infancia, la adolescencia y la juventud que ya se han ido. Vuelvo a la realidad. Junto a mí, Josué –mi hijo- me observa detenidamente. No imagina de dónde acabo de llegar en mi mente. Me toma de la mano y me abraza. He vuelto en sí. A mi presente. Con mis hijos. Con mi familia. Con mis nuevos planes. Orgulloso de mi pasado y más orgulloso de mi ciudad, de mi madre doña Vicky; de mis tíos Roberto y Guadalupe; y sobre todo de Juanita, mi hermosa Juanita. Como hacía mucho tiempo, la neblina se esparce en la ciudad. Inunda las casas. Se cuela en las rendijas. Envuelve a las personas.

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