De mi abueeeeelo

Como si fuera una fórmula, ante la cotidiana pregunta del ¿Cómo te fue? Mauro siempre respondía: Bien, a mí siempre me va bien, sólo a los tontos les va mal. ¿Y a ti, cómo te fue?
Mi Abuelo, caballero de mediana estatura, cabeza de plata, voz ronca, salchichas alemanas por dedos, labios gruesos, pensamiento crítico, mirada serena, ojos papujos, vestimenta sencilla y carcajada silenciosa… amante de trabajar todos los días para que no se le atrofiara el cerebro, de cortar el pasto, embellecer el jardín; de la leche, el plátano, degustar cada uno de los platillos que le hacía mi Abuela, jugar wajú, hacer ejercicio y, sobre todo, de proteger y mantener unida a su familia.
No soy de esas personas que puede decir que crecieron muy cerca de sus Abuelos. Mauro y yo nos vimos poco. La distancia que existía entre Xalapa y Ojo de Agua, Satélite o, a sus últimos años, Colima, siempre fue un pretexto… pero hablábamos a menudo, nos escribíamos al principio cartas, después mensajes de texto y finalmente chateábamos. Cada encuentro entre nosotros era como si nunca hubiéramos dejado de estar juntos, porque en realidad era así.
En una charla podía sacudirte la vida para que retomaras el rumbo o, al menos, lo repensaras.
Las primeras vacaciones que le visité en Colima me hacía despertar a las cinco de la mañana para que le acompañara al gimnasio –cosa que confieso no era muy de mi agrado- y, para compensarme, organizó un día en el que sería su modelo. Mientras Él me tomaba fotos con su réflex colgada al cuello paseamos, acompañados por mi Abuela, por las tiendas más elegantes de su Ciudad. Me hizo probar y modelarle vestidos, sombreros, bolsos, lentes; fuimos al parque, al kiosko, compramos agua de tuba con cacahuates –típica de la región- y, sobre todo, reímos como sólo podíamos hacerlo cuando estábamos juntos. Palabra que ni Salma Hayek tuvo jamás una sesión fotográfica como la que mi Abuelo ideó para su nieta adolescente. Lo malo fue cuando llegamos a revelar las fotos: ¡Había olvidado ponerle rollo a la cámara! Lloramos de risa.
Oriundo de Celaya, Guanajuato, aprendió a versar para platicar conmigo en el que llamaba el idioma de mi Tierra y, entre cuartetas, sextetas o décimas, sosteníamos charlas durante días.
Ante mi grito de Abueeeeelo pelaba los ojos y respondía con toda la fuerza de su pulmón: Qué. Decía que era su nieta más irreverente.
El mejor regalo que le pude hacer, sin temor a equivocarme, fue prepararle una y otra vez, hasta el último de nuestros encuentros, aquella receta de mi Abuela: tortillas de harina dulces, pero que en realidad parecen más galletitas al comal que tortillas.
Para mis quince años pretendía usar aquel traje café que tanto le gustaba –tal vez porque era el único que tenía-, sólo que al llegar a Xalapa se dio cuenta de que en algún lugar del viaje perdió el pantalón de su atuendo…
Solía contarme historias de la familia, de los cofres llenos de monedas que algún día dejaron de tener valor, del dinero enterrado que alguien perdió, de la revolución, el tío Raúl, la abuela Carmela, el linaje, abolengo y de la sencillez con la que debíamos vivir la vida.
Mientras le escuchaba él se dejaba apapachar. Jamás repeló. Permitía que le hiciera limpieza facial y le sacara los puntos negros aunque quedara su carita hinchada y adolorida, que le quitara los vellitos de las orejas o, incluso, el excedente de sus enormes cejas que, en alguna ocasión, por tratar de dar forma a lo imposible, lo mandé de regreso a casa con dos bolitas de vello sobre los ojos, semejantes al bigote de Charles Chaplin, pero lejos de enfadarse, besó mi mejilla y se atacó de risa ante el espejo.
Dentro de sus preocupaciones estaba la de mantener unida a su familia y antes de morir dejar en orden testamento para evitar problemas entre sus hijos. Quizá esto último sea de las pocas cosas que no logró en su vida.
La noche de aquella fecha que decidí borrar de mi memoria, mi Abuelo atendió al llamado de Cristina, quien fuera el amor de su vida, esposa, madre de sus seis hijos y, por tanto, mi Abuela. Hace no sé qué tiempo ya Mauro se marchó de este mundo, y mientras escribo no puedo evitar que mis ojos imiten al cielo que ahora mismo, en medio de la oscuridad, descarga su lluvia sobre la Ciudad.
El protocolo indicaba ir a despedirse en los actos funerarios, pero confieso que no quise. Uno no se despide de quien ama, de quien vive en su corazón, de quien a pesar de la distancia siempre estuvo contigo, porque a pesar de la vida y de la muerte, Él sigue aquí, entre quienes le amamos.
Hace no sé cuánto que le extraño, pero el 18 de este mes celebraríamos su cumpleaños.
No puedo describir cuánto es que le extraño, pero estoy segura que, cuando nos volvamos a encontrar será como si nunca hubiéramos dejado de estar juntos, porque en realidad, es así.
Con todo mi amor, en memoria de mi Abueeeeelo Mauro Flores Ledezma.
Liz Mariana Bravo Flores.
@nutriamarina