Del día en que, por fin, te alcancé…

¡Huele a preticor! Sé que desde 1982 a la fecha ha llovido todas las tardes del ocho de mayo, con excepción de un año. ¡Por fin cumplo 38! Desde que tengo memoria siempre había deseado llegar a este cumpleaños. Si alguna vez alguien me hubiera presagiado que lo pasaría en casa, guareciéndome de la pandemia, seguro es que hubiera estallado en carcajadas.
Desde que era niña siempre añoré llegar a esta edad, me resulta la mejor del mundo. A lo largo de toda mi vida, antes de dormir, he cerrado los ojos para imaginarme con el cuerpo más curvilíneo del mundo, con ese hermoso vestido blanco con flores rojas, sobre unas zapatillas altísimas del mismo color y bolso a juego, luciendo mis chinos al viento; o con el vestido café entalladísimo, de manga larga y con dibujos tipo paliacate. También me he visto con mis chongos elaborados, luciendo los más exquisitos atuendos de noche, ya fuera el azul eléctrico con flores fiucsha y blancas, o el negro de terciopelo con flores blanquinegras sobre los hombros… desde luego, con aretes largos y sofisticados tacones. En todos los casos, por supuesto, mostrando al mundo la mejor de mis sonrisas, maquillaje multicolor y enormes pestañas enmarcando mis ojos.
Desde que era niña, he puesto en sueños mi rostro sobre el tuyo en cada imagen que anida en mi mente y corazón, en cada recuerdo con el que recreo y revivo los momentos en que te veo llegar, guapísima, por mí a la escuela, acompañarme a mis obras de teatro, homenajes a la Bandera, concursos, o llevarme a cualquiera de las múltiples clases vespertinas en las que me inscribías; recibiendo a los invitados que siempre han llenado la casa; sonriendo mientras tu mirada se pierde en el rostro de Papá y tu saliva, imperceptiblemente, comienza a escurrir; o preparando los más exquisitos manjares culinarios.
Desde que era niña, recuerdo haber peleado contigo siempre y, hasta hace poco entendí que, “lo que te choca, te checa”, descubriendo así que, conforme más me acercaba a mis 38, cada vez me iba pareciendo un poco más a ti…
Desde siempre, recuerdo haber escuchado la misma respuesta al cuestionamiento de ¿qué edad tienes? Treinta y ocho, has repetido una y otra vez, sin importar el pasar de los años. Por alguna razón, alguna vez, decidiste estacionarte en esta época, y es por ello que sospecho que es la mejor etapa de una mujer, razón por la que moría por llegar hasta este día y, por fin, alcanzarte.
Las horas y los días avanzan conforme escribo… el tequila se evapora mientras me pierdo en los recuerdos, en tus fotos que son testigo de los cambios que vive el cuerpo y la vida de una mujer estacionada desde siempre en los 38 años; que dan fe de tu entrega a la familia, de tu infinito amor, apoyo y admiración hacia Papá, lo que sembraste en mí desde niña, mientras me enseñabas a procurarle y seguir sus pasos.
Los últimos dos días mi mente y corazón se la han pasado reproduciendo imágenes y momentos, como en una película, en los que nos has demostrado tu amor de millones de formas: No hay un cumpleaños de nadie de la familia en el que tú no hayas preparado nuestra comida favorita –aún con pandemia-, dejando constancia con ello de aquella frase que la Abuela solía repetir: “cocinar, es un acto de amor”, enseñanza que intento honrar cada día.
Vienen a mi memoria cientos de tardes en las que, acostados en tu cama, repasabas con mi hermano las tablas de multiplicar, lo que hizo que yo las aprendiera antes de tiempo; nos leías cuentos y, cuando aprendimos a leer, nos pedías que lo hiciéramos en voz alta, ayudando así a mejorar nuestro ritmo y, además, solías repetir aquellas palabras que llevaban tilde, enfatizando el acento y separación de las mismas, con lo que inyectaste en mí las reglas ortográficas, cual si fueran vacuna; también nos contabas anécdotas detalladas de la familia y de cuando éramos chiquitos, lo que desde siempre ha sido mi momento favorito de tu charla.
Revivo la infinidad de veces en las que, a bordo de tu Renault, cantaste con mi hermano “Página blanca”; aquellas tardes de frío en las que, “para calentar la casa”, nos endulzaste la vida con tus postres, mientras esperábamos a Papá; tus apapachos eternos; tu puño siempre dispuesto a ser mordido y, casi cercenado, cada vez que nos inyectaban, haciéndonos creer que, si te mordíamos, nos dolería menos; todas y cada una de las veces en las que, sin importar mi edad, me sigues rescatando de las inyecciones de Papá mientras limpias mis lágrimas de cocodrilo; aquellas noches en que me preparabas un té para dormir, o me dejabas cartitas y dibujos debajo de mi almohada.
Recuerdo aquél día de primavera en el que, de la forma más vergonzosa, me enseñaste que la basura no se tira en la calle. Lo habías repetido muchísimas veces antes y, la lección me entraba por un oído y me salía por el otro. Si hubiera tenido un termómetro, seguro es que éste hubiera marcado ese día, por lo menos, 40 grados… ¡El calor nos derretía! casi igual que hacía con aquella paleta de limón de los Muppets Babies que me compraste al salir del colegio. Subimos al coche y, sin pensar, lancé la envoltura por la ventana del auto. Lo detuviste exactamente en la esquina de Juárez y Guerrero, a media cuadra de mi escuela y con mis compañeros en el tránsito, justo detrás de nuestro vehículo. Me pediste bajar a recoger la basura que acababa de tirar y llevarla conmigo a bordo. Lloré más que una Magdalena, suplicante y prometiendo que jamás volvería a lanzar basura a la calle; a lo que respondiste que, la manera que tenías de asegurarte de ello era haciéndome que recogiera la que acababa de tirar. Desde entonces, no sólo nunca he vuelto a arrojar la basura a la calle, sino que, desde aquel día, sembraste en mí la semilla del cuidado y educación ambiental.
Puedo decir que, si a mis 38 años conservo amigos de maternal, kínder, primaria, secundaria, prepa, y universidad, así como de cada uno de mis trabajos o grupos a los que he pertenecido es porque, con tu ejemplo, me enseñaste la importancia de procurar a nuestros amigos, recordar cada una de las fechas importantes, ser detallista y permanecer presente en sus vidas, por lo que siempre he dicho que eres una publirrelacionista nata.
Alguna vez, ya de grande, me enteré de tu pasión por la fotografía, de que en tu juventud trabajaste en la “Kodak” y encontré algunas imágenes capturadas por ti. Entendí entonces mi fascinación, desde pequeña, por buscar los encuadres perfectos para disparar, primero, aquella cámara que me regalaron Papá y Tú, en la que pudo ser la Navidad que coincidió con tu cumpleaños 38, una “Kodak” café de 35 mm, a la que le ponía sobre la zapata las plaquetas de 10 disparos de flash, mismos que se iban quemando en cada foto que se utilizaban; después, las “Reflex” de casa, lo que desató en mí esta pasión por guardar para siempre, y sin parar, el mundo y momentos en lo que ahora son archivos digitales.
Sirvo otro tequila, gusto que también te aprendí… bebo en cada trago tus consejos, recomendaciones, regaños, enseñanzas, castigos… los cientos de veces en que he ido a recoger mis dientes a la esquina por repetir, con soberbia y orgullo, cientos de groserías aprendidas, a decir tuyo, en los arrabales… por hacer algún desaire, por retarte o contestarte con altanería, o por limpiar de mi mejilla el beso saludador de alguien que me cae mal. Los tantos días en que me puse húmedas o sucias las calcetas del uniforme porque me obligaste a lavar a mano las señaladas prendas, con la esperanza de que comprendiera que debían deslumbrar con su blancura y dejara así de andar descalza por doquier. Temo decirte que esa estrategia no te resultó del todo bien, pues debes saber que, a mis 38 sigo disfrutando, igual que a mis nueve años, de andar descalza y aventar a cada esquina de mi habitación cada integrante del par en turno, aunque cinco minutos más tarde les levante y coloque en el cesto de la ropa que irá a la lavadora.
Acepto también que, uno de los muchos “TOCs” que tengo, tiene que ver con la higiene de las orejas, quizá es porque solías recostarme cada fin de semana sobre tus piernas para revisar que ambos lados estuvieran limpios, creándome así el hábito y la preocupación de revisar constantemente que así sea.
Confieso que, desde que tengo memoria, cada tarde en la que acompañabas a Papá al consultorio, o las noches en que se iban de fiesta, amé jugar a ser Tú, mientras caminaba sobre tus zapatillas -casi zancos-, con tu ropa, maquillaje, joyas e intentos de peinados como el tuyo. Mi corazón se agita mientras mi mente reproduce aquellos momentos de acelere y estrés por quitarme todo indicio de maquillaje antes de que llegaran a casa, lo que en alguna ocasión en que me asaltó la sorpresa de no encontrar acetona para despintar a tiempo mis uñas, me llevó a pensar el modo de evitar el regaño por pintarrajearme, deshaciéndome así del barniz sobre mis uñas con un poco de estopa y “thinner”.
Mamá, por fin te alcancé en edad, y sigo amando usar tus bolsos, tus atuendos de aquella época, iluminar mi rostro y enmarcarlo como solías hacerlo, usar tus joyas y perfumes… compro mis zapatillas casi tan altas como las que llenaban tu zapatera en mi infancia; me esfuerzo por llevar a la práctica cada una de tus enseñanzas y tu ejemplo… Por fin te alcancé en edad, y mientras me miro al espejo, descubro en mí mucho de ti, pero sin duda, me falta mucho aún para llegar a ser la gran mujer que eres.
Gracias infinitas por tu amor incondicional, por cada regaño, nalgada, cachetada o castigo, que sirvieron para enderezar la ruta, ser mejor mujer y sí, también para hacerme más valiente y fuerte; gracias por tu ejemplo y por acompañarme en primera fila siempre, para aplaudir y ser testigo de mis locuras, aventuras y formas en que intento entregar mi corazón.
Te amo hoy, te amo siempre… ¡Feliz día de las Madres!