Del Síndrome de Down

El calendario cambió la fecha hace casi tres horas. Mis dedos, congelados, interrumpen por un momento su veloz danza sobre el teclado. Mientras paladeo el sutil sabor a frutos dulces del bosque que se mezcla con el final ahumado del Cabernet Sauvignon de esta noche: Luigi Bosca Gala 2; recuesto mi cabeza sobre el sillón y me dejo ir entre las notas del arte de la fuga de Bach, puesto a propósito después de que el Doodle de Google me recordara el natalicio de Johann y, con ello, cayera en cuenta que ya es 21 de marzo. Como con magia, el cansancio desaparece de mi cuerpo al tiempo que los recuerdos que aparecen son lo suficientemente fuertes e importantes como para poner de nuevo a bailar mis dedos, ésta vez, para poner fin a la pausa en que había puesto esta columna, para enfocarme en temas urgentes, aunque menos importantes.
Veintiuno de marzo repito una y otra vez en mi mente… Oficialmente la primavera llegó aunque, como es típico, en Xalapa se siente más frío que en invierno. Algunos recordamos los natalicios de Bach y Benito Juárez y, desde 2012, también es el día mundial del Síndrome de Down, decretado por la ONU para propiciar la conciencia pública respecto de la inclusión, la dignidad, autonomía y respeto hacia las personas que tienen material genético extra en el cromosoma 21, lo que se conoce como trisomía 21, misma que, según las Naciones Unidas, se presenta en uno de cada mil recién nacidos.
La cifra reverbera en mi cabeza por un rato.
Recuerdo que, cuando era niña, en los medios de comunicación y muchas personas en mi entorno solían referirse a quienes presentaban Síndrome de Down como “monstruos”, “muppets”, “raritos”, “discapacitados” y una larga lista sobrenombres. Lo anterior como reflejo de una sociedad cruel, excluyente, intolerante e insensible.
Fue quizá en las vacaciones de 1990 cuando mis tíos paternos, por única vez, viajaron para visitarnos en casa. Antes de su llegada mis Papás nos habían aleccionado a mi hermano y a mí para que fuéramos pacientes y no hiciéramos alguna grosería a nuestra prima Karina, la primera persona con Síndrome de Down con quien tuve contacto en la vida. Al cabo de casi 30 años, recuerdo que en realidad nunca pudimos convivir bien con ella y pasamos todo nuestro tiempo jugando sólo con sus hermanos. Por un lado quizá, por la protección de los adultos respecto de cómo se daría o no la relación entre primos; por el otro, por nuestra falta de sensibilidad como niños para identificarnos con alguien que es de nuestra sangre y apenas unos años menor, por nuestra falta de esfuerzo y de compasión para intentar conectar con ella; pero también quizá, porque la sociedad de aquellos días intentaba hacer todo por ellos, creando una especie de burbuja protectora en su entorno que, ahora creo, atentaba contra su autonomía como personas.
Fue hace apenas unos años cuando el día que nació Isaac, el primogénito de mi prima materna, supimos que Él era el número 1 entre mil, pues tiene 47 cromosomas en vez de 46 y, por tanto, Síndrome de Down. Aquel 25 de enero me encontraba a más de 3,600 kilómetros de distancia de mi Prima, sin embargo, mi corazón estaba con ella, su esposo y mi nuevo sobrino, amándolos profundamente.
Confieso en que mis pensamientos y emociones se encontraron y contrapuntearon mutuamente ése y los días posteriores, que me pregunté por qué tenía que ser así, me ponía en los zapatos de mi prima para intentar comprender, de alguna forma, los cambios que se avecinaban en sus vidas y mi corazón se estrujó hasta que en una iluminación, recordé algunos datos de la cultura propia de Veracruz.
La primera llamada que hice a mi prima para saber cómo estaba la familia en general y cuál era el pronóstico de nuestro Isaac, le compartí que para los Olmecas, las personas con Síndrome de Down eran consideradas sagradas, pues la naturaleza les elegía para hacerlos únicos entre la población en general, dotándolos de sensibilidad e infinito amor lo que les permitía la conexión con los Dioses, por lo que eran venerados en las ceremonias religiosas.
Desde ese momento quedé absolutamente convencida de que Isaac era un elegido entre los 8 mil millones de personas que existimos en el mundo y, conforme crece, a pesar de la distancia, tuve oportunidad de comprobar que es así pues, por las anécdotas que comparte la familia, supe que es un niño que derrama amor a su paso.

Sin embargo, no fue sino hasta diciembre del año pasado que pudimos eliminar los más de 3,600 kilómetros de por medio y tuve la bendición de encontrarme, por primera vez, frente a frente con Isaac. Confieso que tenía un poco de miedo, porque mi corazón lo amaba desde el día que supe que se formaba en el vientre de mi prima, pero no tenía claro cómo acercarme a él. Cuando de niños se trata, intento dar espacio y tiempo a que se genere la conexión antes de interactuar, pero también confieso que, en muchos casos, soy poco paciente; sí, me moría de emoción y ganas por abrazarle, pero también de miedo, mismo que desapareció a quince minutos después de nuestro primer encuentro, cuando la sangre, la música y, sobre todo, el amor, hizo resplandecer la conexión entre Isaac y yo mientras entonaba para Él “gusanito medidor”, de los hermanos Rincón, una de mis canciones favoritas cuando niña.
Nos miramos fijamente mientras cantaba , de pronto, Isaac estiró su mano para pedir que, el gusanito que formaba con mi mano, caminara encima de Él.
Después vino el caballito, las escondidas, Ricky Ran y muchos otros juegos que compartimos desde ese momento Isaac, sus dos hermanos y yo.
Confieso que las lágrimas rodaron una y otra vez por mi rostro, justo como ocurre ahora que lo revivo, en el momento en que me enteré por su mamá que Isaac no suele llevarse bien con las mujeres, que usualmente no permite contacto, sin embargo, el lazo que construimos, no sólo nos permitió abrazarnos, jugar, reír y llenarnos de besos, sino que es el ser humano que ha tenido los más hermosos detalles y muestras de amor para quien escribe.
La manera en que sonríe cuando me ve llegar, cómo brinca sobre sus dos pies mientras aplaude esperando a que, me agache, abra los brazos, para salir corriendo hacia mí en busca de un abrazo con el que me llena de amor.
Ahora mismo, a pesar de la distancia, la forma en que se emociona cuando escucha a mi mamá o a mi por teléfono y grita “Tía Mariana”.
Isaac fue quien me dio la respuesta a la interrogante que me hice aquél 25 de enero, cuando nació, estoy convencida de que Isaac vino a dar amor, pero también a sensibilizarnos como familia, como sociedad, a decirle al mundo que nos urge mirar con los ojos del amor, para crear conciencia de que pueden convivir perfectamente con niños sin Síndrome de Down, que son capaces de escalar, brincar a un tubo a más de dos metros de altura y deslizarse cual bombero con toda la seguridad del mundo y perfecto dominio psicomotriz, mientras a su tía Mariana se le estrujaba el corazón y le daba un paro… Isaac vino al mundo para decirnos que hay otras formas más bonitas de vivir, de relacionarnos, de disfrutar la vida, que debemos construir y no destruir, pero sobre todo, que debemos amarnos a nosotros mismos y a nuestros semejantes tanto como hace una persona con el cromosoma extra: el del amor!