El pueblo clama seguridad; pero no quiere la paz de los sepulcros

En plenitud de facultades físicas y mentales; pero más que nada en pleno ejercicio del poder público, el Presidente Porfirio Díaz sentado en la silla presidencial tomó conciencia plena de la necesidad manifestada en todo el territorio nacional para pacificar a México; después de una serie de guerras internas entre liberales y conservadores; entre nacionalistas, defensores de la soberanía nacional contra las intervenciones de los Estados Unidos y Francia; el reacomodo de los grupos etnicos que poblaban el mosaico nacional y la inquietud de los líderes religiosos decididos a conservar y fortalecer su hegemonía, en contra de otro tipo de creencias y prácticas, la religión católica prevaleció por decisión de los mexicanos, no sin antes haber participado esos liderazgos, en batallas a sangre y fuego para sostener a la iglesia católica de Roma que desde la evangelización con los curas que envió la corona española, lograron imponer religión, idioma y orden jurídico para apaciguar a los pueblos indios y a las tribus conquistadas.

En todo México, el clamor por la paz retumbaba estruendosamente, pues no había ningún espacio de convivencia social en el que no se hablara de los muertos, heridos, asaltos y despojos que los bandidos habían impuesto desafiando a la ley y a los militares formados en las filas del Porfiriato. Muchas necesidades tenía la población, pero por encima de ellas, la necesidad de contar con una seguridad impuesta por el estado, era una necesidad inaplazable, indispensable y necesaria para que las políticas del gobierno pudieran marchar y el país dejara el subdesarrollo con el que se venía estancando, ocasionando un mayor empobrecimiento de la gente y un mayor rigor de los hacendados y terratenientes en contra de sus trabajadores y toda su servidumbre en general.

El General Díaz, recién casado con doña Carmen Romero Rubio, tuvo al fin alguien cercano en sus afectos en quién confiar y con la madurez que dan los años, puesto que el General Díaz contaba con 54 años de edad, su lucimiento mental era el idóneo para emprender grandes tareas que la patria le demandaba en ese periodo en que por segunda vez llegó a la presidencia de la República el General Porfirio Díaz; así las cosas, decidió el Presidente de la República que “la paz sería la mejor respuesta para los mexicanos” y que conseguir la paz sólo demandaba organización de sus ejércitos y policías, pero también de grupos civiles que fueron identificados como guardias blancas y que fueron armados y autorizados por el gobierno para pacificar al país, haciendo efectiva la legítima defensa que se da contra quienes profanan el domicilio o las propiedades o pretenden algún atentado contra la familia o contra sus bienes y con esa justificación de la que se abusó hasta llegar a la crueldad, las guardias blancas enseguida limpiaron de delincuentes y malosos la mayor parte del territorio nacional. Porfirio Diaz fue partidario de la severidad y el cumplimiento estricto de sus ordenes y cuando determinó que se conseguiría la paz a costa de lo que fuera, el General Díaz autorizó todo lo necesario para cumplir con el objetivo principal que era conseguir la paz sin excusa, ni pretexto.

Para el General Porfirio Díaz conseguir la paz a toda costa, se volvió obsesivo y en uno de sus discursos expresó: “”para evitar el derramamiento de torrentes de sangre, fue necesario derramarla un poco. La paz era necesaria, aún una paz forzosa, para que la nación tuviese tiempo para pensar y para trabajar””. Así de sencillo era para el General Díaz, justificar a quienes abusando de su compromiso de pacificar al país, se valieron únicamente de la fuerza para lograr sus objetivos: defender su patrimonio y hacerse temer con una fama pública de matón y hombre de horca y cuchillo, que le permitieron después a esos hombres fuertes del porfiriato convertirse en los caciques usurpadores de la voluntad política de los pueblos y abusivos terratenientes, explotadores de los campesinos con las famosas tiendas de raya que habrían cuentas impagables a todo aquel que quisiera trabajar con los hacendados.

Pero esa paz de los sepulcros no es la que quiere el Mexico de hoy, no se puede borrar de un plumazo a los poderes instituidos con funciones definidas para hacer las leyes, para aplicarlas mediante el debido proceso legal y para ejecutarlas en los términos que la ley dispone y con la aplicación individualizada a cada caso concreto, que es la tarea específica que deben cumplir los Jueces, Magistrados y Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Todos de una manera u otra, han fallado al compromiso de guardar y hacer guardar la Constitución , establecido en el artículo 128 y por ende han fallado al pueblo de México. El titular del Poder Ejecutivo, si bien no guarda el equilibrio de la fuerza que le otorga el cargo, junto a los otros dos poderes del estado, el Legislativo cuya función principal es hacer las leyes; y el Poder Judicial cuya función primordial es aplicar las leyes hasta alcanzar con sus determinaciones, la cosa juzgada, que pone fin a cualquier litigo y que el depositario del Poder Ejecutivo tiene obligación que se incumple en la actualidad, por eso los reclusorios y centros penitenciarios dependen de éste último en su estructura, financiamiento y funcionamiento.

Los tres poderes del estado han fallado en las tareas encomendadas para pacificar al país y para que la gente tenga tiempo de pensar y trabajar. El Poder Legislativo se ha nutrido de vende patrias y traidores a la nación, que solo saben levantar la mano para aprobar toda propuesta que provenga del Ejecutivo y estirar la otra mano en el mes de diciembre de cada año, para cobrar las prebendas multimillonarias que ellos mismos se han dado. En el Poder Judicial de la Federación y de los Estados, se actúa en forma similar a la del Poder Legislativo y en la rama del derecho penal, se vuelve realidad aquella consigna que señalaba que el Derecho Penal es un derecho de pobres, puesto que los grandes potentados jamás pisaran el suelo de las fiscalías y mucho menos el suelo de los tribunales, así sea a través de los juicios orales o de las detenciones que se revierten con la libertad inmediata y absoluta, como lo estamos viendo todos los días con delincuentes de todo tipo; pero más, con delincuentes de cuello blanco, que llenan sus alforjas con los recursos públicos provenientes de los impuestos. Y en el Poder Ejecutivo se pone el más nefasto ejemplo desde arriba, recibiendo obsequios inmobiliarios, de constructores beneficiarios con contratos multimillonarios, que disfrazan el diezmo con espléndidos regalos como el de la Casa Blanca, el de Malinalco y muchos otros más que alcanzan a nutrir los patrimonios de gobernadores, familiares y amigos.