Mara: Algo mayor que la tristeza

¿Qué dirán de mí cuando desaparezca? Barajo un par de adjetivos, todos aquellos que callarán los ecos de mis seres queridos. Cuando desaparezca dejaré de ser amiga, amada, madre, hija. En cambio, me volveré una necia, imprudente, temeraria, estúpida… Un número más. Un expediente. Otro grito en la nada.
Mara Castilla fue asesinada. Diecinueve años tenía apenas. Diecinueve añitos, tan solo. ¿Qué fue de Mara y su universidad? ¿Y las clases que tomaría y que le cambiarían la vida? ¿Y los amigos que ganaría? ¿Qué fue de a quienes amaría? ¿Cuáles fueron los proyectos que se quedaron en meros deseos: un viaje, quizás un intercambio? Diecinueve años, apenas. Casi nada.
“Ya la encontraron”, me dice aquél a quien mi familia ha encomendado mi seguridad, el que debe esperarme en las paradas, el que nunca debe dejarme sola. Yo no tengo derecho a la soledad.
“¿Cómo crees?”, me responde –me evita la mirada: no quiere decirlo– cuando le pregunto cómo la encontraron. Sí, ¿cómo creo? ¿Cómo me atrevo a creer, a sostener una esperanza? Mara fue asesinada.
Y las mentes prudentes, las buenas conciencias, ya han encontrado razones y soluciones: “Enseñen a sus hijos a ir mejor a museos y no a bares”, “¿qué hace una muchachita a esas horas fuera de su casa?”, sentencian.
¿Qué hace una muchachita a esas horas fuera de casa? No lo sé, ¿qué hacía yo la última vez que estaba en la calle a esas horas? ¿Cuenta el camino a Cholula de madrugada? No, me voy más atrás en el tiempo y me veo en el Centro de Xalapa: los pies adoloridos, la garganta seca, el indispensable hot dog que daría fin a la fiesta y la sensación de un festejo que no acababa entre las risas de los amigos.
Es febrero de 2017: madrugada feliz celebrando un cumpleaños querido, bailando sin parar, tomando un par de cervezas, cantando hasta el hartazgo. Pero yo volví a casa, exhausta, pero a salvo. Mara no.
Un hombre lo tomó todo. Ricardo Alexis Díaz López se llama, sin “N” que proteja su identidad, como no hubo nada que protegiera la vida de Mara. Una de las notas sobre el caso se titula: “Sonríe a la cámara al salir del motel, el asesino de Mara”. Y sí, ahí está, haciendo una “v” de la victoria con la mano izquierda. ¡Victoria! ¡Albricias! ¡Feliz crimen! ¡Qué satisfacción!
No, esto no es horror ni miedo, y es mucho mayor que la tristeza. Es rabia.
Es la rabia de saber que la noche nos es tiempo vedado. La calle tampoco es nuestra y si osamos actuar como las ciudadanas que creemos ser, nos escupen para recordarnos que las “muchachitas” no debemos andar a deshoras y que hay de sitios a sitios… Porque nuestro valor es incompatible con la diversión de un bar y si queremos estar seguras, a casa hemos de ir.
Qué lástima que ni llegar a ella podamos.
Acudo a la manifestación que este domingo se llevó a cabo en Xalapa en calidad de observadora. No puedo participar, pero de alguna forma quiero estar presente. Cuando me retiro, un taxista me “chistea”. Ni le veo la cara, pero me lo imagino: la sonrisa de suficiencia tonta y el camino por delante, buscando pasaje, quizás alguna mujer, olvidando que a una desconocida le hizo “chist chist” porque… ¿por qué? ¿Por diversión? ¿Por demostrar que puede llamar mi atención cuando quiera? ¿Para probar el poder de su masculinidad irrumpiendo en mis pensamientos?
Ay, el acoso callejero. El taxista no lo sabe, pero reafirma lo que vengo pensando: las mujeres luchamos por pertenecernos en un mundo lleno de individuos que se creen nuestros dueños, y que harán de todo por demostrarlo: desde el “leve” acoso callejero hasta matarnos, violándonos en el proceso. ¿Nos creemos ciudadanas? ¿Nos asumimos adultas? ¿Nos hemos atrevido a sentirnos libres? Ya vendrá alguien a bajarnos de la nube.
Y no, no se trata, como creerán aquellos de nula comprensión lectora e imaginación veloz, de iniciar una guerra de sexos. No es un “todas las mujeres son buenas” y “todos los hombres son malos”, sino una gran duda: ¿quiénes son los buenos? ¿Cómo los identificamos?
“Enseñen a sus hijos a ir mejor a museos y no a bares”, dice alguien en Twitter. ¿Y qué tal si enseñamos a los hijos a respetar a las mujeres? ¿Y si les enseñamos a que no nos miren como objetos que pueden usarse, envolverse en la sábana de un motel y tirarse en algún descampado?

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